Por Cesáreo Silvestre Peguero
Hay quienes confunden la dignidad con el orgullo,
como si la firmeza fuera altivez,
como si el respeto propio fuera vanagloria.
Pero la dignidad no grita, no presume…
la dignidad se sostiene en el alma
como un roble que no busca sombra ajena.
La arrogancia alardea,
la altivez se disfraza de certeza,
pero la dignidad camina descalza,
con humildad en el rostro
y convicción en el paso.
Ser dignos no es ser altivos.
Es saber cuándo decir no,
cuándo retirarse con decoro,
cuándo levantar la voz sin herir,
cuándo guardar silencio sin ceder.
A veces, el mundo nos juzga con dureza
cuando decidimos valorarnos,
y nos llama orgullosos
por no permitir abusos ni sometimientos.
Pero no es soberbia lo que habita en el pecho
de quien se sabe hijo de Dios.
Tomarnos en cuenta no es pecado,
es obediencia a la voz divina que nos dice:
“Eres obra de mis manos.”
Y así, sin aspavientos,
con la frente en alto
y el corazón rendido al cielo,
vivimos en dignidad…
no para ser reconocidos,
sino para no perdernos a nosotros mismos.
“Porque habéis sido comprados por precio; glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios.”
Primera a los Corintios capítulo seis, verso 20.
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