Por Cesáreo Silvestre Peguero
La agresión jamás hallará justificación; es la señal infame de un espíritu que no ha aprendido a gobernarse. Esa conducta ruin es el eco de un corazón desbordado. El dominio propio, joya preciosa entre nuestros valores, exige que aquietemos la lengua, esa chispa que puede encender fuegos de furia. Una palabra feroz abre paso al puño, y quien no mide su verbo, cava abismos en el alma ajena.
Tras el acto violento se oculta un abismo interior, un Yo inflamado, vacío de propósito, henchido de frustración. La agresión es el clamor de quien no sabe hallar sosiego en su ser. No es fortaleza, sino quiebra emocional envuelta en orgullo vano.
La violencia se cierne sobre todos los estratos sociales, y el hogar, santuario del afecto, no escapa a su sombra. Allí, donde debiera habitar la ternura, brotan a veces insultos, gestos hostiles y hasta tragedias irreparables.
Clamamos por el respeto, la templanza, el autocontrol... por ese espíritu manso que desactiva la discordia. Hay que desterrar toda fricción innecesaria, tanto en el nido familiar como en los caminos del mundo. Nunca es tarde para nacer de nuevo. Creo, espero y confío que este clamor de tinta despierte conciencia, sacuda corazones y encienda la paz.
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