Por Cesáreo Silvestre Peguero
Dios, en su infinita sabiduría, me permitió nacer en una porción de los 48,422 kilómetros cuadrados que conforman la amada geografía de nuestra República Dominicana. No fue al azar porque con Dios no hay casualidad, sino bajo el trazo exacto del Creador, quien en su soberanía ubicó a cada pueblo en su respectiva región: Norte, Sur y Este.
Soy del Este, de la tierra donde el sol se asoma primero… pero a veces, confieso, quisiera que el Este fuera el Norte. No por renegar de mis raíces, sino por anhelar el sentido de pertenencia, el empuje común y la visión compartida que he visto brillar con fuerza en otras regiones.
El Norte, por ejemplo, ha aprendido a tejer logros colectivos, a defender sus conquistas como quien protege su pan diario. Ha sembrado unidad, y cosecha progreso. Mientras tanto, en la Región Este, y en especial en San Pedro de Macorís mi cuna, mi herida, se arrastra la sombra amarga de la segregación social.
La ciudad está partida por líneas invisibles, donde las divisiones grupales han cavado abismos. En vez de puentes, se levantan muros; en vez de abrazos, se lanzan desdenes. La unidad es un eco lejano, y la tirantez se ha vuelto costumbre.
Mientras otras provincias luchan por preservar su identidad y elevar su arte, en la mía, los monumentos se pudren bajo el polvo del descuido. Las manifestaciones culturales agonizan sin aplauso. El folklore, despojado de respeto, se desvanece en el olvido. Y mientras los groseros avanzan con estridencia, los verdaderos luchadores, los que quieren construir, no dividir, son silenciados, ridiculizados, marginados.
Es este el retrato de una provincia sin brújula…
Donde el Este amanece todos los días, pero no termina de despertar.
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