Por Cesáreo Silvestre Peguero
Es notorio el velo de decadencia que cubre el panorama musical de nuestros días. Como río que ha perdido su cauce, la creación sonora se dispersa en charcos sin profundidad. Lo secular se ha vaciado de alma; lo eclesiástico, de reverencia. Se canta, sí… pero ¿se siente? Se oye, pero ¿se escucha con el corazón? Hay acordes, pero no hay quebranto; hay estribillos, pero no hay verdad.
Pareciera que la inspiración sagrada que encendía versos y melodías ha sido sustituida por la urgencia de likes y el ruido de la fama efímera. Las composiciones modernas muchas veces son como espejos rotos: reflejan luces pasajeras, pero no iluminan. La música que antes levantaba espíritus hoy apenas entretiene sentidos cansados.
En el ámbito espiritual, donde la canción debería ser altar, muchas piezas carecen de gracia, carecen de unción. Se repiten frases como letanías sin fe, se visten melodías sin alma. La armonía ha sido reemplazada por ritmo, y el mensaje por mercado. No basta con rimar para edificar, ni basta un sonido agradable para conmover el alma del oyente.
Para componer verdaderamente se requiere más que talento: se necesita entrega, visión, dolor, contemplación… Una invención que brote no sólo del oído, sino del espíritu. Que se ocupe no en convidar ruido con ritmo, sino en sembrar sentido en el tiempo.
La virtualidad ha traído cierta libertad, y ha debilitado en algo la vieja payola, pero su sombra persiste: ahora se camufla en algoritmos, en promociones disfrazadas, en reproducciones compradas. El número de visualizaciones no valida una obra. La cantidad no es calidad.
El buen gusto musical, como flor en extinción, sobrevive en huertos pequeños. Lo viral no es sinónimo de excelencia, sino reflejo de una multitud sin criterio. Una mayoría sin conciencia puede hacer célebre lo trivial. Pero el arte, el verdadero arte no busca cantidad de oídos, sino profundidad de corazones.
Urge una vuelta al origen. Una reverencia a la belleza. Una música que no se consuma como un producto, sino que se abrace como un legado. Que nos eleve, nos confronte, nos inspire, nos quebrante y nos acerque a lo eterno. Porque cuando la música olvida su propósito, el alma también olvida cómo llorar, cómo soñar, cómo orar…
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